sábado, 10 de julio de 2010

Benjamín Forcano habla sobre el cristianismo del tercer milenio

La cábala
CRISTIANO MULTICULTURAL

BENJAMIN Forcano
Si no quiere repetir los errores del pasado, la Iglesia debe combatir la lógica monopolista del mercado y de la ideología neoliberal-demócrata

Después de muchos siglos de un cristianismo monocultural, nos encontramos hoy con una fase nueva en que el cristianismo se mueve dentro de un horizonte culturalmente policéntrico. Un cambio de este género no se hace sin examinar y reconducir el transcurrir de la historia a fin de contrastar su desarrollo cristiano con la entraña del Evangelio.

El universalismo del cristianismo ha tomado forma preponderante en la cultura occidental. Esta inculturación ha interiorizado los valores genuinos del Evangelio o los ha traicionado? El cristianismo no podía eludir la prueba de la encarnación o inculturación. Pero ha sido fiel a los postulados esenciales de su identidad? No todo lo que ha transcurrido en el universo cristiano --y me refiero sobre todo al universo occidental-- puede ser admitido como válido.

La cultura europea ha pretendido erigirse como la única y acabada forma de cultura cristiana. Pero, desde siempre, voces lúcidas y proféticas, cuando no martiriales, denunciaron como injusta esa adecuación. En ella hubo, ciertamente, elementos válidos e irrenunciables del cristianismo, pero hubo también elementos espúreos y desechables.

Un caso paradigmático de esta injusta inadecuación lo constituye la conquista de América Latina. Un falso entendimiento del universalismo cristiano llevó a imponer la fe con la fuerza. El anuncio de la identidad cristiana no debió hacerse legitimando religiosamente la destrucción de la identidad cultural de otros pueblos. Pero es también cierto que el cristianismo, bajo su ropaje europeo-occidental, ha albergado principios que provienen de la esencia del Evangelio y que están a la base de la moderna doctrina de los derechos humanos.

El momento actual de la globalización económica y cultural pretende reproducir la imagen de un mundo bipolar: Norte/Sur, ricos/pobres, dominantes/dominados. La antigua fórmula "fuera de la Iglesia no hay salvación" adquiriría hoy una nueva versión en el "fuera del capitalismo no hay salvación". Esta homogeneización económico-cultural pone en entredicho la tendencia hacia un mundo culturalmente policéntrico.

En este contexto, la Iglesia, si no quiere repetir sus errores del pasado, debe combatir la lógica monopolista del mercado y de la ideología neoliberal-demócrata y hacer suya la alternativa sociocultural representada por los pueblos oprimidos. La actual civilización occidental cristiana está marcada de una desigualdad estructural que produce injusticia y fabrica marginación masiva.

El cristianismo, con su carácter monoteísta, ha afirmado fuertemente su universalidad y ha tenido, seguramente, razones para hacerlo, presentándose como la única religión verdadera. Pero, en la práctica, esa universalidad ha sido utilizada con menosprecio de otras religiones, dando lugar a un fundamentalismo excluyente. La fe nunca puede imponerse con la fuerza.

El Dios adorado en todas las religiones es el mismo, pero a los humanos les atañe la búsqueda relativa y, por ende, la diversidad, por lo que ninguna religión puede erigirse como portadora absoluta de la verdad. La pluralidad de religiones puede sonar a teólogos de religiones monoteístas a escándalo. Puede sostenerse teológicamente que una religión, la cristiana por ejemplo, es la única verdadera, afirmando que todos los hombres están orientados y capacitados para recibir la salvación a través de Cristo, aún cuando ellos no lo sepan, dando lugar a lo que se ha llamado "cristianos anónimos".

Si partimos del hecho experimental de las religiones concretas, hemos de afirmar que todas pretenden ofrecer la salvación, aunque no todas por igual. Son obvias las diferencias entre una y otras, y no todas ofrecen un mismo grado de veracidad, pero esto debe analizarse comparativamente mediante un estudio propio de la fenomenología de las religiones.

Lo universal de las religiones es su dios, pero no sus realizaciones históricas. Todas las religiones se orientan hacia el Indecible, el único que subsistirá al final de la historia.

Por eso, sin que las religiones renuncien a su identidad, deben sobre todo aprender a examinarse críticamente, admitir coincidencias con las otras e impulsar diálogo y colaboración con las grandes causas de la humanidad.

Teólogo.

En El Periódico del 7 de enero del 2000

Ética y Dios

ANDAR EN BICI CON DIOS
Al principio veía a Dios como el que me observaba, como un juez que llevaba cuenta de lo que hacía mal, como para ver si merecía el cielo o el infierno cuando muriera. Era como un presidente, reconocía su foto cuando la veía, pero realmente no lo conocía.

Pero luego reconocí a mi Poder Superior, parecía como si la vida fuera un viaje en bicicleta, pero era una bici de dos, y noté que Dios viajaba atrás y me ayudaba a pedalear.

No sé cuando sucedió, no me di cuenta cuando fue que El sugirió que cambiáramos lugares, pero mi vida no ha sido la misma desde entonces... mi vida con Dios es muy emocionante.

Cuando yo tenía el control, yo sabía a donde iba. Era un tanto aburrido pero predecible. Era la distancia más corta entre dos puntos. Pero cuando El tomó el liderazgo, El conocía otros caminos, caminos diferentes, hermosos, por las montañas, a través de lugares con paisajes, velocidades increíbles. Lo único que podía hacer era sostenerme, aunque pareciera una locura El solo me decía Pedalea!!.

Me preocupaba y ansiosamente le preguntaba, "A donde me llevas?" El solo sonreía y no me contestaba, así que comencé a confiar en El.

Me olvidé de mi aburrida vida y comencé una aventura, y cuando yo decía "estoy asustada", El se inclinaba un poco para atrás y tocaba mi mano.

El me llevó a conocer gente con dones, dones de sanidad y aceptación, de gozo. Ellos me dieron esos dones para llevarlos en mi viaje. Nuestro viaje, de Dios y mío.

Y allá íbamos otra vez. El me dijo "Comparte estos dones, dalos a la gente, son sobrepeso, mucho peso extra." Y así lo hice, a la gente que conocimos, encontré que en el dar yo recibía y mi carga era ligera.

No confié mucho en El al principio, en darle control de mi vida. Pensé que la echaría a perder, pero El conocía cosas que yo no acerca de andar en bici, secretos.

El sabía como doblar para dar vueltas cerradas, brincar para librar obstáculos llenos de piedras, inclusive volar para evitar horribles caminos.

Y ahora estoy aprendiendo a callar y pedalear por los más extraños lugares, y estoy aprendiendo a disfrutar de la vista y de la suave brisa en mi cara y sobre todo de la increíble y deliciosa compañía de mi Dios.

Y cuando estoy seguro de que ya no puedo más, El solo sonríe y me dice "PEDALEA!!"

Tomado de la revista de poesía y música religiosa: Trovador

Etica comunicativa para la democracia

Ética comunicativa y educación para la democracia

Guillermo Hoyos Vásquez (*)
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(*) Guillermo Hoyos Vásquez, profesor de Filosofía en el Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, Santafé de Bogotá. Doctor en Filosofía por la Universidad de Colonia (Alemania) en 1973. Decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, de 1988 a 1990. Miembro del consejo del Programa Nacional de Ciencias Humanas y Sociales de COLCIENCIAS. Autor de diversas publicaciones y director de proyectos de investigación sobre Ética, Política y Filosofía. Ha participado en proyectos y congresos en Europa.
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«Basta reflexionar un poco y siempre encontraremos una culpa que hemos contraído de algún modo frente al género humano (aunque sólo sea a causa de los privilegios de que gozamos, a base de la desigualdad de los hombres en la constitución civil, a causa de la cual otros tienen que sufrir tanto mayores privaciones) para que no reprimamos la noción de deber entregándonos a caprichosas fantasías sobre lo meritorio» (I. Kant, «Crítica de la razón práctica»).
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En términos generales, se trata de plantear las relaciones entre ética y política, mediadas por el proceso educativo. Estas pueden establecerse desde diversas concepciones de lo político y también de lo ético. Aquí se opta por una metodología quizá extraña: en lugar de acentuar las diferencias entre las diversas versiones contemporáneas de la ética, quiero ensayar una forma de argumentación que las relacione, si no necesariamente a todas, por lo menos sí a algunas de las más relevantes en la discusión actual.
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El punto de partida es fijar la función específica de la formación en valores en el proceso educativo (I), para mostrar precisamente lo que ella significa para preparar a los miembros de la sociedad civil. Esto permite caracterizar diversas formas de concebir la dimensión ética en relación con la política deliberativa y la democracia participativa (II), para mostrar luego un modelo de argumentación que, como se ha dicho, en lugar de excluir convoque diversas concepciones de la moral en torno a la tarea de formación de ciudadanos (III), que haga posible democratizar la democracia.
I. El sentido de la ética en el proceso educativo
En un planteamiento que ha sido considerado como peligrosamente cercano al escepticismo (Apel 1989), que él mismo pretende superar, Jürgen Habermas ha expuesto el sentido de la ética comunicativa con relación a los procesos educativos. Ante todo, para él la función de una fundamentación última de la ética no es precisamente para cambiar el sentido moral de las personas en el mundo de la vida. «Las intuiciones morales cotidianas no precisan la ilustración del filósofo.» En cambio, «la ética filosófica tiene una función ilustradora, al menos frente a las confusiones que ella misma ha suscitado en la conciencia de las personas cultas» (Habermas 1985, p. 122).
Se trata de aquellas confusiones que se gestan en el seno de las nuevas ideologías, que se han infiltrado en el sistema educativo: el positivismo jurídico y el escepticismo valorativo. Ambas tienen el mismo origen: la desesperanza de poder obtener algún tipo de criterio a partir de formas de argumentación racionales. Ante la imposibilidad aparente de encontrar los «verdaderos fundamentos» de la moral, se impone cierto positivismo normativo, muy cercano a formas de dogmatismo desacreditadas por la modernización; y como respuesta a este mismo dogmatismo, en cierta forma nueva versión del racionalismo protagónico de la modernidad, las alternativas postmodernas sugieren volver a lo radicalmente diferente, a la individualidad de cada quien, a la ironía de su autotolerencia, al valor del acontecimiento. Se conforman así los dos extremos en el proceso educativo: quienes pretenden seguir «enseñando e inculcando» normas y quienes optan por no «interferir» en la formación del «otro».
Se piensa que con el descrédito de los metarrelatos en la «condición postmoderna» ha perdido vigencia toda forma de argumentación filosófica en torno a los valores, la ética y la moral. Entonces se radicaliza esta sospecha, estetizando y privatizando el espacio de lo ético y se deja a la normatividad positiva regular el espacio público mediante convenciones de corte eminentemente pragmatista.
La situación la ha descrito Richard Rorty como un dilema: «negarse a la discusión acerca de lo que un ser humano debería ser, o a lo que debería parecerse, denota cierto desprecio por el espíritu de compromiso y de tolerancia que es esencial a la democracia. Pero la identificación de argumentos en pro de la pretensión de que los seres humanos deben ser liberales y no fanáticos nos llevaría de nuevo a una teoría de la naturaleza humana, esto es, a la filosofía» (Rorty 1992, p. 45).
Naturalmente que para resolver el dilema no basta con volver a destacar, en términos generales, la «función de la filosofía en la educación». Más bien sería necesario mostrar por qué hoy podemos hablar de un «giro ético» en la filosofía y, a partir de allí, mostrar la incidencia de este significado específico de la argumentación moral en el proceso de formación de la persona para la sociedad civil. Quizá esto nos ayudaría a enfatizar el sentido eminentemente positivo de la reflexión filosófica, el ethos cultural, negado por los positivistas y descalificado como innecesario por los pragmatistas, en su relación intrínseca tanto con el proceso educativo como con la democratización de la democracia.
Recientemente Victoria Camps, en su presentación del segundo tomo de la «Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía», dedicado a las Concepciones de la ética, y después de reconocer una crisis de la teoría moral en los primeros 150 años después de Kant, afirma: «La segunda mitad del siglo XX ha asistido a la evidente recuperación de la teoría ética, hasta el punto de que no es insensato ni erróneo afirmar que, hoy por hoy, la 'filosofía primera` ya no es metafísica o teoría del conocimiento, como ocurrió en la modernidad, sino filosofía moral»(1992, 19).
Esto nos haría pensar en una especie de «giro ético» de la filosofía en el momento actual, no diferente del giro lingüístico anterior o del giro antropológico, que haría pensar en la expresión de Th. Adorno cuando indicaba que había momentos en los cuales la filosofía sólo podría hacerse como sociología. La situación contemporánea exigiría algo así con respecto a la ética. De hecho podemos hablar casi de una bonanza en el discurso ético (Theunissen 1991, 29 ss.; Wieland, 1989, 5-6).
Esta «rehabilitación de la filosofía práctica» tiene su explicación también en el mismo desarrollo de la ciencia y la tecnología. En el momento que la razón teórica llega a su límite, a lo que ha sido caracterizado como «tragedia de la moderna cultura científica», al convertirse la ciencia, «bajo la forma de ciencias especiales, en una especie de técnica teórica» (Husserl 1962, p. 7), es ella misma la que reclama un esfuerzo para superar la ingenuidad que pudiera darse en cierto optimismo reduccionista en la ciencia y la tecnología (Hoyos 1994). Es entonces cuando se busca en la razón práctica la orientación, el sentido de la vida, de la sociedad y de la historia, que la ciencia sola, en las fronteras del conocimiento riguroso, no parece poder dar: es decir, en las fronteras siempre en movimiento de la investigación ecológica, genética, psicológica, pedagógica, pero también en la frontera de los movimientos sociales, de la ciencia, de la educación y del desarrollo, de los asuntos económicos, de los problemas de la guerra y de la paz.
La reciente Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo (1994) plantea en su primer Informe conjunto, titulado «Colombia: al filo de la oportunidad» y en diversos lugares, el «imperativo fundamental (de) hacer una gran transformación de carácter educativo» (p. i), la cual «supone un nuevo ethos cultural, que supere la pobreza, violencia, injusticia, intolerancia y discriminación que mantienen a Colombia atrasada socio-económica, política y culturalmente» (p. 11) y debe generar al mismo tiempo «un nuevo ethos cultural, el cual permita la maximización de las capacidades intelectuales y organizativas de los colombianos» (p. 12).
Ya en la Proclama «Por un país al alcance de los niños», con la cual lanzaba la Misión Gabriel García Márquez, decía: «Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal» (p. 7).
Pensamos pues que ya en el proceso educativo se debe luchar por un nuevo ethos cultural, con el cual no sólo se puedan desarmar las concepciones ideológicas que fundamentan el positivismo normativo o el escepticismo de los valores, sino que se puedan comprender críticamente la ciencia y la tecnología, sin caer en los reduccionismos de la razón instrumental y del estructural-funcionalismo, pero tampoco en la demonización fundamentalista de sus logros.
Pero no se trata sólo del proceso educativo; precisamente a través de él se puede ir obteniendo que el ethos cultural penetre la sociedad civil. Es allí, en relación con un sentido deliberativo y no instrumental de política, donde una ética que recoja lo mejor de la discusión contemporánea, tal como pensamos poderla caracterizar a continuación, tiene que poder incidir en la convivencia ciudadana y en la democratización de la democracia. Este es el significado político de una ética, cuyo lugar prioritario sigue siendo el de los procesos educativos, si en ellos prima la orientación filosófica frente a las urgencias meramente pragmáticas.
Para concluir esta primera parte conviene entonces volver a la concepción kantiana acerca de la educación en valores. En un pasaje algo extenso, cuya nota a pie de página nos ha servido de epígrafe, nos propone Kant lo que bien pudiéramos llamar principios para una «fenomenología de lo moral», en los cuales también se vienen inspirando muchos aspectos de desarrollo de un currículum en educación moral (Puig y Martínez 1989, pp. 185 ss.):
«No sé por qué los educadores de la juventud no se han decidido hace ya mucho tiempo a poner en práctica esta tendencia de la razón a ocuparse con placer examinando del modo más sutil las cuestiones prácticas planteadas y (...) no han indagado las biografías de los tiempos antiguos y modernos con el propósito de tener a mano ejemplos para los deberes expuestos, mediante los cuales pusieran a funcionar el juicio de sus alumnos sobre todo a base de comparar acciones semejantes en circunstancias distintas con el objeto de hacer observar su mayor o menor contenido moral. Los adolescentes muy jóvenes, que todavía no están maduros para especulación alguna, pronto adquirirían gran sagacidad en estas materias, y además, percatándose del progreso de su facultad de juzgar, pronto encontrarían no poco interés en ellas, pero -y esto es lo más importante- podrían esperar con seguridad que el frecuente ejercicio de conocer el buen comportamiento en toda su pureza y aplaudirlo, y fijarse, por el contrario, con aflicción o desprecio en la menor discrepancia de ella, si bien hasta entonces sólo se practica como juego de la facultad de juzgar en el cual los niños pueden rivalizar entre sí, dejará empero una impresión duradera de gran estima por una parte y de execración por otra, lo cual, mediante el mero hábito de considerar a menudo tales acciones como dignas de aplauso o censura, constituirá una buena base para la probidad de la vida futura» (Kant 1961, p. 162).
II. Posible relación de diversas concepciones de la ética
Intentemos descubrir, con ayuda de la fenomenología, posibles relaciones entre diversas concepciones contemporáneas de la ética, de suerte que en lugar de urgir las diferencias entre ellas podamos señalar los puntos de contacto. Estos se encuentran en el mundo de la vida como punto de partida para analizar los fenómenos morales en contextos determinados; también se encuentran en el esfuerzo por avanzar argumentativa y no dogmáticamente en la formación moral de los ciudadanos: desde las diversas concepciones de ética y de moral percibimos la convicción de que en los asuntos relacionados con la corrección de la vida humana no sólo es posible sino que es necesario argumentar, lo que genera, según las diversas concepciones, variadas figuras de argumentación en moral; finalmente, se observa un marcado interés en que efectivamente la ética no se agote en los procesos de fundamentación y argumentación teórica, sino que llegue a ser lo que realmente es: guía para la acción.
Hay que destacar cómo -si bien la fenomenología iniciada por Edmund Husserl tiene pretensiones universales, no sólo en la lógica sino también en la ética- dicha universalidad no se concluye deductivamente, sino que se gana a partir del mundo de la vida. Por ello el modelo del sujeto moral de la fenomenología, el sujeto responsable, el filósofo como «funcionario de la humanidad», sólo se constituye en íntima relación con su experiencia cotidiana (Hoyos 1975), es decir, en un contexto determinado. En el mismo sentido contextualista se deben interpretar los análisis de P. F. Strawson (1974) sobre los fenómenos morales. El mundo de la vida se manifiesta como contexto universal de significaciones y fuente inagotable de validación de las pretensiones de rectitud, corrección, equidad o justicia. En este sentido el mundo de la vida puede ser caracterizado como la sociedad civil (Walzer 1994).
De igual manera, tanto el neocontractualismo de J. Rawls como la ética discursiva de J. Habermas, se han acercado últimamente -pese a su reconocida y marcada herencia kantiana-, a planteamientos comunitaristas en ética y moral. Cuando J. Rawls en su última obra anuncia la posibilidad de distinguir entre filosofía moral y filosofía política para poder proponer una concepción no metafísica sino política de la justicia, sustentable en un «Overlapping Consensus», en un consenso entrecruzado, a partir de un pluralismo razonable, está mostrando la necesidad de un desarrollo autónomo de la política; pero si el discurso político no puede seguir prisionero de visiones omnicomprensivas religiosas, morales o filosóficas, esto tampoco quiere decir que su sentido y validación se quede en los márgenes estrechos de la racionalidad funcional del utilitarismo. Es posible encontrar fundamentos razonables de la política y de la justicia en las competencias de cooperación social del ciudadano, es decir en sus virtudes éticas, fundamentalmente en su sentido de reciprocidad y solidaridad.
Otro camino de fundamentación de la moral, el de la comunicación, recorrido por J. Habermas, indica la necesidad de liberar el derecho y su fundamento, la política, de la moral universalista, para poder desarrollar más específicamente el sentido de un uso ético de la razón práctica en la sociedad civil. Esto conlleva, naturalmente, el costo de tener que argumentar más contextualísticamente en ética y política, de lo que pudiera esperarse de la racionalidad comunicativa, basada en condiciones ideales (universales) de habla.
Hoy se da, por tanto, un interés cada vez más acentuado por las formas comunitaristas, de herencia aristotélica, de argumentación moral. Ya no nos ocupamos del comunitarismo sólo para refutarlo desde posiciones universalistas, sino para profundizar en él y para ganar el sentido específico de lo ético, como contradistinto de lo moral y, a la vez, como fundamento de la política. De esta forma se pueden reconocer positivamente los límites de la modernidad, que han sido señalados por los pensadores que explicitan nuestra condición postmoderna, pero igualmente se puede reconocer la verdad del comunitarismo para llegar a relacionar más coherentemente los asuntos de lo bueno y lo justo, de la felicidad y la virtud, del Estado y la sociedad civil (Thiebaut, en Camps 1992, 29-49).
Pero también es necesario descubrir los límites de la comunidad (Thiebaut 1992): su debilidad es sin duda el rechazo absoluto a todo universalismo en moral, lo que puede acarrear el peligro de periclitar en el límite del particularismo e, inclusive, de nacionalismos no siempre exentos de xenofobia. Esto nos permite avanzar hacia una reconstrucción comunicativa de la verdad del liberalismo, para integrar en las diversas formas de participación social, de política deliberativa y de democracia representativa, la mayor fortaleza del contextualismo y del comunitarismo: su poder motivacional, comunitario, como lo dice el nombre, y político.
Pienso que con los elementos sugeridos, el punto de vista fenomenológico, el de las formas de argumentaciones contextualistas y comunitaristas, las propuestas dialogales y neocontractualistas, podría conformarse entonces la siguiente propuesta de argumentación, en la cual podrían confluir diversas maneras de razonar, cuya ventaja, tomada cada una en sí, es su sistematicidad, pero cuyo problema siempre puede ser el absolutizarse, volverse dogmáticas y reduccionistas.
III. Propuesta integral de argumentación moral
Una propuesta que tenga en cuenta las diversas concepciones actuales de la ética podría desarrollarse en los siguientes pasos:
1. Una fenomenología de lo moral, para explicitar cómo la moral es de sentimientos (vivencias y motivaciones) y tiene su origen en experiencias del mundo de la vida, así no se exprese en sentimientos sino en juicios y principios. Este es el fenómeno moral fundamental, que se debe explicitar en tres aspectos por lo menos:
1.1. El sujeto moral, aquel que se constituye en la sociedad civil en situaciones problemáticas, en las cuales puede estar o «desmoralizado» o «bien de moral», expresiones éstas muy queridas en una tradición orteguiana y retomadas por Aranguren y sus discípulos, entre otros A. Cortina y J. Muguerza. Es posible reconocer en este sujeto moral al «funcionario de la humanidad» de la fenomenología husserliana y también al sujeto capaz de disentir de J. Muguerza (1989). Este es el sujeto de los derechos humanos y el de los sentimientos morales que destacaremos más adelante.
Pero ante todo estamos hablando del sujeto capaz de formarse, del cual dijera Kant que ha de acceder a su mayoría de edad al atreverse a pensar por sí mismo. Este sentido fuerte de autonomía no tiene por qué no relacionarse con el mundo de la vida, ámbito de mi responsabilidad, con los otros copartícipes e interlocutores en la sociedad civil y en la historia. La responsabilidad del sujeto moral es de sí mismo y de las situaciones que lo rodean. En este sentido se habla con toda propiedad de una «ética de la autenticidad» (Taylor 1994).
Hay que acentuar la estructura fundamentalmente contextualista, en la cual se constituye este sujeto moral como responsable de... y con respecto a...: en el mundo de la vida, en la historicidad, en la cultura, en la sociedad civil. Esto protege en todo momento al sujeto moral de interpretar su autenticidad como solipsismo monológico, cayendo en actitudes narcisistas que niegan «el carácter fundamentalmente dialógico» (Taylor 1994, p. 68) de la vida humana, presente ya en el «sentimiento de existencia»
1.2. Los sentimientos morales, que se me dan en actitud participativa en la sociedad civil, los cuales pueden ser analizados a partir de las vivencias tematizadas por la fenomenología husserliana, antes de ser formalizados en la clásica fenomenología de los valores de M. Scheler. En esta dirección es necesario considerar la propuesta de P. F. Strawson (1974) acerca de los sentimientos morales: resentimiento, indignación y culpa. En este análisis se han apoyado recientemente E. Tugendhat y J. Habermas. Se trata, de todas formas, de dotar a la moral de una base fenoménica sólida, de un sentido de experiencia moral, de sensibilidad ética, que inclusive permita caracterizar algunas situaciones históricas en crisis por el «lack of moral sense» de las personas y otras como prometedoras por la esperanza normativa que se detecta en una sociedad animada por el «moral point of view» de sus miembros.
En el resentimiento se me abre a mí como participante en una situación intersubjetiva la dimensión de un derecho moral violado: ¡me has engañado, no hay derecho! Se trata de un vínculo intersubjetivo lesionado y por ello me resiento. Es posible que el «otro» me dé explicaciones; éstas pueden ser plausibles, aceptables o todo lo contrario, por lo cual quizá me resienta todavía más. El resentimiento sólo se da en relaciones interpersonales. (Yo no me resiento con la escalera en la cual me resbalo, pero sí con quien me empujó.)
La indignación es un sentimiento moral, al cambiar de actitud: no se da a quien participa en la acción, sino a quien observa una acción en la cual otra persona lesiona a un tercero. El sentimiento de indignación da pie para censurar una acción, de la cual de nuevo podemos decir «no hay derecho», y en la cual participan dos personas distintas a nosotros.
Finalmente, el sentimiento de culpa se da a quien participa en la acción y mediante un determinado comportamiento lesiona a otro. Se trata de un sentimiento que en apariencia es en primera instancia independiente de toda relación intersubjetiva, pero en su reconocimiento y aceptación de profunda significación interpersonal. Lo importante en relación con estos sentimientos morales y otros semejantes, también los positivos, como los de reconocimiento, gratitud, satisfacción por el deber cumplido, perdón, etc., es que dichos sentimientos no sean desvirtuados de antemano «psicológicamente» por el especialista, como si en ellos se tratara siempre de reacciones propias del «resentido social», del «amargado» o de quien no ha podido superar los «complejos de culpa». Quien se cree por encima de todas las situaciones y cree que la sensibilidad moral es asunto de personalidades débiles, está cercano de aquella pérdida del sentimiento moral (lack of moral sense), que pudiera ameritarle el calificativo de «sin-vergüenza» (Tugendhat 1990). Por el contrario, debería figurar entre las tareas prioritarias del proceso educativo fomentar en los educandos la sensibilidad moral.
En este punto habría que acentuar la estructura eminentemente comunicativa descubierta por la fenomenología de los sentimientos morales. Se trata de experiencias que pueden llegar a ser tematizadas en un ámbito suprapersonal, de suerte que con respecto a ellas se pueden analizar las situaciones, discutir puntos de vista, dar razones y motivos, explicaciones, etc. Este «triángulo» de los sentimientos morales podría ser complementado con el análisis de otras situaciones y de las vivencias y experiencias en que se nos dan: reconocimiento, gratitud, perdón, etc. Aquí sólo se destacan estos tres sentimientos «críticos» como modelos de análisis posibles, cuya utilidad pedagógica radica precisamente en develar esas tres perspectivas fundamentales de la relación social: la del participante como «paciente», como «observador» y como «agente». Estas perspectivas se constituyen originariamente por la reciprocidad y la solidaridad. En los tres sentimientos insinuados se devela su negación como «esencia» de la persona en sociedad.
Más allá de las situaciones morales «cotidianas» podríamos fijarnos en las situaciones límites, aquellas en las que bien sabemos que se juega el sentido mismo de lo humano, de la vida, de la dignidad de la persona, etc. Pero lo más importante es descubrir, tanto en las situaciones menos complicadas como en las más complejas, el peligro implícito de negación de la reciprocidad, del respeto y del pluralismo; y al mismo tiempo, detectar en tales situaciones las posibilidades reales de llegar en ellas al auténtico reconocimiento del otro, desde las raíces mismas de lo humano, que tienen que ver sin duda también con la diferencia de género, con la diferencia de raza, de comunidad y de nación, de cultura, de religión, en una palabra, con el reconocimiento de la heterogeneidad.
1.3. Es parte importante de la fenomenología de lo moral desarrollar la sensibilidad moral para detectar y vivenciar los conflictos morales como se presentan a diario en el mundo de la vida y en la sociedad civil y para contextualizar posibles soluciones. Aquí radica el papel de denuncia y concientización y la función pedagógica de los medios de comunicación. En efecto, en los contextos mundovitales de la sociedad civil en los que se confrontan consensos y disensos, es donde se aprende a respetar a quien disiente, a reconocer sus puntos de vista, a comprender sus posiciones, sin tener necesariamente que compartirlos.
2. El principio puente. Ahora que hemos accedido al campo de lo moral gracias a una tematización de los sentimientos morales, preguntamos cómo a partir de ellos podemos llegar a criterios, a principios que nos permitan juzgar los casos particulares desde «el punto de vista moral». La moral se ocupa de sentimientos, de vivencias y experiencias, pero se expresa en juicios. Por ello la moral no se queda en el nivel puramente subjetivo de los sentimientos, no es sólo asunto privado. Los sentimientos morales que hemos descrito más arriba son ciertamente personales, pero se caracterizan porque pueden ser generalizables. Aquello que me produce resentimiento es algo que yo considero podría resentir a otras personas si estuvieran en mis circunstancias. La indignación que nos causa un secuestro es algo que pensamos debería ser compartido por todos los ciudadanos. La culpa que experimentamos cuando hemos ofendido a alguien es un sentimiento que quisiéramos tuviera quien nos ofende u ofende a otros. Si los sentimientos morales son personales y se dan en relaciones interpersonales, también son «transpersonales».
Como lo ha indicado J. Habermas (1985), se busca a partir de aquí un principio puente que nos permita pasar de sentimientos morales, de todas formas comunes a muchos en situaciones semejantes, a principios morales; en términos kantianos, de máximas a leyes universales. Para pasar de los sentimientos y experiencias morales a principios, nos valemos, como en el conocimiento científico, de un principio metodológico. Allí se habla del principio de inducción, el cual permite pasar de casos particulares (dados en la experiencia) a leyes generales. En la moral también buscamos un principio que nos sirva de puente entre los sentimientos de la experiencia y los principios de la moral: se trata de una especie de «transformador» que nos permita pasar de experiencias a juicios.
En la tradición filosófica fue Kant quien mejor logró clarificar el sentido y el alcance de un tal principio metodológico, basado en la reflexión sobre nuestras experiencias morales cotidianas. La formulación del «imperativo categórico» nos ayuda a comprender el problema: si quieres ser moral, dice Kant, «obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta en ley universal». Lo que propone Kant es que orientemos nuestras acciones por aquellas máximas, puntos de vista, que para nosotros puedan llegar a ser de tal validez que estemos dispuestos a querer libremente que cualquier otro en su obrar se guíe por las mismas máximas, es decir, que éstas puedan llegar a transformarse en leyes universales. Por ejemplo: si la máxima de mis acciones es respetar la vida del otro, es posible que yo esté dispuesto a aceptar libremente que dicha máxima pueda ser la de cualquier otro. Lo mismo puede valer para «no lesionar a nadie», «no instrumentalizar a nadie», etc.
En el imperativo categórico transformamos nuestras máximas, es decir, nuestras experiencias morales, en leyes y principios, gracias a la reflexión sobre la voluntad y su capacidad de «poder querer»: esto es lo que llamamos libertad. El principio puente de la moral moderna es la libertad humana. Por eso podemos reconocer que, enfrentados a las obligaciones morales, sólo podemos ser responsables de nuestras acciones si de alguna manera somos libres de obrar de una u otra manera. De la misma forma, sólo si reconocemos que somos libres podemos descubrir que la moralidad tiene sentido para el hombre.
Sin embargo, el imperativo categórico es tan absoluto, tan general, que muchas veces pareciera que su aplicación no sólo es difícil, sino imposible. De esta forma la moral se ha ido debilitando, sobre todo porque no siempre parece ser viable el descubrir con base en la reflexión personal aquellos principios que podemos querer libre, autónomamente, que sean leyes universales. Es posible que confundamos nuestros intereses egoístas y personales con lo que decimos que queremos que sea ley universal; no siempre es posible conocernos a nosotros mismos para poder enunciar objetivamente aquellos principios que pensamos deberían obligar a todos. De esta forma, las críticas que se han hecho a la moral kantiana obligan hoy a buscar otros principios mediadores, otras estrategias metodológicas, que cumplan la función de puente o de transformador entre las experiencias personales y los principios morales universalizables.
En la propuesta de una ética comunicativa, el transformador es un principio dialogal que puede ser replanteado, a partir de la formulación de Kant, de la siguiente manera: «En lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que sea ley general, tengo que presentarles a todos los demás mi máxima con el objeto de que comprueben discursivamente su pretensión de universalidad. El peso se traslada de aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal» (Sobrevilla 1987, 104-105).
Quiere decir que el puente es el de la comunicación, y en ella radica toda fundamentación posible de la moral y de la ética. El mismo Habermas propone como fundamento discursivo común tanto de la moral, por un lado, como de la ética, la política y el derecho, por otro, el siguiente principio: «Sólo son válidas aquellas normas de acción con las que pudieran estar de acuerdo como participantes en discursos racionales todos aquellos que de alguna forma pudieran ser afectados por dichas normas» (Habermas 1992, 138).
Pero entonces es importante analizar las estructuras de la comunicación humana, que son tan complejas que en su explicitación podemos reconocer fácilmente otros modelos de argumentación moral, otras formas de puentes o de transformadores que nos permiten llegar de la experiencia a principios morales.
2.1. Momento inicial de todo proceso comunicativo es el que podríamos llamar nivel hermenéutico de la comunicación, en el cual se da la comprensión de sentido de las expresiones lingüísticas, de las situaciones conflictivas, de las propuestas de cooperación social, etc. Este momento comprensivo es un desarrollo de la fenomenología del mundo, de la vida, y es conditio sine qua non del proceso subsiguiente. Se trata de un reconocimiento del otro, del derecho a la diferencia, de la perspectiva de las opiniones personales y de cada punto de vista. Es un momento de apertura de la comunicación a otras culturas, formas de vida y puntos de vista, para apropiarse del contexto propio en el cual cobra sentido cada perspectiva y cada opinión. No olvidemos que toda moral tiene que comenzar por la comprensión del otro. Naturalmente que reconocer al otro no nos obliga a estar de acuerdo con él. Quienes así lo temen prefieren, de entrada, ignorar al otro, ahorrarse el esfuerzo de comprender su punto de vista, porque se sienten tan inseguros del propio que más bien evitan la confrontación.
Charles Taylor ha insistido en hacer fuertes las funciones hermenéuticas del lenguaje: primero, su función expresiva para formular eventos y para referirnos a cosas, para destacar sentidos de manera compleja y densa, al hacernos conscientes de algo; segundo, el lenguaje sirve para exponer algo entre interlocutores en actitud comunicativa; tercero, mediante el lenguaje determinados asuntos, nuestras inquietudes más importantes, las más relevantes desde el punto de vista humano, pueden ser tematizadas y articuladas para que nos impacten a nosotros mismos y a quienes participan en nuestro diálogo (Thiebaut en Taylor 1994, 22).
Este momento hermenéutico del proceso comunicativo puede ser pasado a la ligera por quienes pretenden poner toda la fuerza de lo moral en el consenso o en el contrato, pero precisamente por ello es necesario fortalecerlo para que el momento consensual no desdibuje el poder de las diferencias y de la heterogeneidad propio de los fenómenos morales y origen de los disensos, tan importantes en moral como los acuerdos mismos.
En este lugar hermenéutico de la comunicación se basa el contextualismo, y en su misma línea las morales comunitaristas (M. Sandel, A. MacIntyre, M. Walzer, Ch. Taylor) proponen como principio mediador la comunidad a la que pertenecemos con sus tradiciones, valores, virtudes y cultura en general. El acierto del comunitarismo está en descubrir que la dimensión ética sólo se abre a las personas en el contexto de un grupo social (la familia, por ejemplo), de una comunidad, de un país, de un pueblo. Es sólo allí donde la virtud tiene sentido y algún contenido sustantivo. Por otro lado, el comunitarismo también acierta en señalar cómo lo más importante en la moral es la fuerza motivacional de los valores que nos mueven a la acción buena. Dichas motivaciones pasan necesariamente por el compromiso de las personas con sus allegados, con su propia comunidad, con su patria. Una moral ciudadana fomenta la solidaridad entre los miembros de una comunidad.
Naturalmente los límites del comunitarismo están en las fronteras del nacionalismo; allí donde termina mi interés directo por los «míos» y comienza el conflicto en el imperativo de reconocer también a los otros. Entonces es necesario pensar que la moral tendría que poder valer para todos, quizá precisamente en relación con aquellos que me son más extraños, pero que pueden estar más necesitados. Una moral que no pueda responder por los asuntos más generales de los derechos humanos, de los necesitados, de los marginados y excluídos, es necesariamente limitada por más que posea toda la fuerza motivacional con respecto a los más cercanos.
Pero si la unilateralidad y el reduccionismo de los comunitaristas consiste en hacer de este momento de la contextualización y de la motivación el principio mismo de toda moral, el riesgo de otros tipos de argumentación puede ser ignorar o bagatelizar los argumentos comunitaristas, como si no fuera necesario relativizar cierta concepción individualista, calculadora y presocial del sujeto moral, y establecer desde un principio los vínculos de la persona con su tradición y con su comunidad. Por ello es necesario reconocer que en la función hermenéutica necesaria del lenguaje radica la verdad del comunitarismo; sólo entonces podremos superar su unilateralidad.
2.2. Lo que no parece posible ni aconsejable es renunciar a que diversas concepciones del bien, de la sociedad, del hombre y de la historia, puedan acercarse en asuntos fundamentales hasta llegar a compartir ciertos mínimos orientadores de la acción y ser garantía de una sociedad bien ordenada. Los acuerdos sobre mínimos y los consensos están en la tradición del contrato social, en la cual se apoya la moral neocontractualista contemporánea. La propuesta de John Rawls parte de un posible contrato (hipotético) entre los miembros de la sociedad en torno a principios fundacionales de la convivencia, los cuales se basan en una concepción de la justicia como «fairness», como imparcialidad y equidad. No se trata, pues, de la justicia como mecanismo de coacción para hacer cumplir determinadas obligaciones. La justicia como equidad es más bien fundamento último de la sociedad, de manera semejante a como la verdad es fundamento último del conocimiento.
Para poder imaginar un tal contrato en torno a los principios de la justicia es necesario que quienes vayan a participar en él, es decir, los miembros de la sociedad, estén dispuestos a acordar unos principios básicos desde una posición original de imparcialidad, como puede ser aquella en la que cada uno trata de prescindir de sus cualidades, de su concepción del bien, de sus intereses de toda índole, etc., de suerte que con una especie de «velo de ignorancia» lleguen todos a un consenso sobre aquellos mínimos en los que todos pudieran estar de acuerdo como fundamentales para la convivencia social. Estos mínimos son los dos principios de la justicia, organizados lexicográficamente, es decir, en un orden de prioridad, de suerte que el primer principio no puede ser postpuesto por ninguna razón, así sea para optimizar el segundo. Los dos principios son:
«1. Toda persona tiene igual derecho a un régimen plenamente suficiente de libertades básicas iguales, que sea compatible con un régimen similar de libertades para todos.
2. Las desigualdades sociales y económicas han de satisfacer dos condiciones. Primera, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos a todos en las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y segunda, deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad». (Rawls 1991, p. 33).
Estos dos principios están orientados a que todos los ciudadanos tengan acceso a los bienes primarios, que Rawls enumera en estos cinco tipos de bienes:
«1. Las libertades básicas (libertad de pensamiento y libertad de conciencia, etc.) (...).
2. La libertad de movimiento y la libre elección de ocupación frente a un trasfondo de diversas oportunidades (...).
3. Potestades y prerrogativas de cargos y puestos de responsabilidad (...).
4. Ingresos y riqueza, concebidos en términos amplios como medios generales (con valor de cambio) (...).
5. Las bases sociales del respeto a uno mismo». (Ibid., p. 52).
En sus últimas obras en torno al liberalismo político Rawls hace una novedosa propuesta para mostrar la viabilidad del contrato social en el mundo contemporáneo. Para él es tal la diversidad de concepciones religiosas, morales y filosóficas -todas ellas con pretensiones de verdad absoluta, como lo han mostrado las críticas del comunitarismo a la moral de la modernidad y como se devela la misma concepción holista del contextualismo-, que ya se hace imposible proponer unas reglas de convivencia ciudadana con base en alguna de estas concepciones omnicomprensivas del bien, de la moral o de la vida. Por tanto, es necesario llegar a lo que él llama un «pluralismo razonable», es decir, a un punto de vista -no a «las malas» o «porque toca», sino «a las buenas», con la convicción de que es lo mejor para todos- acerca de la convivencia social a partir de aquellos mínimos propuestos en los principios de la justicia como equidad y en los bienes primarios. Este pluralismo razonable permite llegar a un acuerdo, a un consenso entrecruzado acerca de dichos mínimos. Estos no se pueden defender como si sólo fueran propios de alguna de las visiones omnicomprensivas del mundo, de la historia o del hombre, de índole religiosa, moral o filosófica, puesto que es posible que no todas estas cosmovisiones coincidan en puntos tan importantes. El pluralismo razonable hace posible intentar un consenso en torno a principios básicos de la justicia: la igualdad de libertades y de oportunidades y la distribución equitativa de los bienes primarios. Este sería el sentido de una concepción política de la justicia (Rawls 1993).
La ventaja de tal propuesta es que permite distinguir entre moral y ética (civil o ciudadana), ésta última como fundamento de la convivencia humana con base en la reciprocidad y la solidaridad de las personas, sin que se obligue a nadie a compartir las mismas creencias religiosas, morales o filosóficas de otros. No se habla sólo de tolerancia sino de pluralismo razonable, en el cual se ve un bien para la comunidad. «La tolerancia -escribió Goethe- debería propiamente ser sólo una actitud de transición: debe llevar al reconocimiento. Tolerar significa ofender». (Goethe, Máximas y reflexiones, N. 151).
Como propuesta liberal, en el sentido pleno de la palabra, la del neocontractualismo pretende hacer realidad las promesas de la modernidad y de la ilustración. El reto que se le presenta es conservar la continuidad y transitividad entre el primer y el segundo principio de la justicia o, como se formula hoy, conservar la vinculación entre los derechos primarios en torno a la libertad y los así llamados derechos humanos de «segunda generación»: los derechos sociales, económicos y culturales.
Es cierto que la estructura subyacente al contrato social puede ser la de la comunicación. Pero la figura misma del contrato y su tradición parecen poder inspirar mejor los desarrollos del sentido ético de la política y de una concepción política de justicia y de sociedad civil. Sólo que en el momento en que tanto la comunicación al servicio del consenso como el contrato social mismo tiendan a abolutizarse, se corre el peligro de que en aras del consenso o de las mayorías se niegue la posibilidad del disenso y los derechos de la minorías.
La consolidación del contrato social en torno a unos mínimos políticos puede constituirse en paradigma de orden y paz, cuando de hecho los motivos del desorden social y de la violencia pueden estar en la no realización concreta de los derechos fundamentales. Las necesidades materiales, las desigualdades sociales, la pobreza absoluta, la exclusión cultural y política de poblaciones enteras y de grupos sociales, debe ser agenda prioritaria para quienes aspiran a que el contrato social, la concepción política de justicia y sus principios fundamentales, sean bases de la convivencia ciudadana. Mientras no se logre efectivamente esto, hay lugar para las diversas formas de manifestación del disenso legítimo.
2.3. La verdad del comunitarismo consiste en la necesidad de fortalecer el así llamado nivel hermenéutico de la comunicación: la comprensión, el reconocimiento de otras culturas, los derechos del otro, el derecho a la diferencia. La verdad del liberalismo político consiste en la propuesta de una sociedad bien ordenada, a partir del pluralismo razonable, con base en los principios de la justicia como equidad. «La ética comunicativa» (J. Habermas, K.O. Apel, A. Cortina) permite superar el relativismo propio de la absolutización de la hermenéutica, al hacer del diálogo, nutrido en el mundo de la vida, el puente entre nuestras experiencias personales y los principios morales. De esta forma, al desarrollar la competencia argumentativa del lenguaje, sin negar su poder interpretativo y comprensivo, la racionalidad comunicativa reconstruye genéticamente el «Overlapping Consensus», el consenso entrecruzado del contractualismo, liberándolo a la vez de las ficciones de la posición originaria y del velo de ignorancia.
Esto nos obliga a desarrollar las estructuras de la acción comunicativa (Habermas 1988, T.I, pp. 143-45) para comprender cómo es posible, a partir de ella, reconstruir el principio de universalización para fundamentar racionalmente la moral, sin exponerse a los peligros del en-si-misma-miento o del autismo de una razón absoluta.
Primero que todo hay que destacar cómo el conocimiento se alimenta, por un lado, de las perspectivas, a partir del mundo de la vida de quienes participan en la comunicación, y, por otro, del poder argumentativo del lenguaje: en él radica un «telos», una inclinación hacia el entendimiento mutuo. Se presupone, pues, un nivel básico de comprensión de los significados de las proposiciones, que es necesario trascender hacia las posibilidades de poder validarlas en su verdad, corrección y veracidad. Por tanto, comprender el sentido de una proposición no es ya aceptar su verdad, sino abrirse a la posibilidad de preguntar por razones y motivos referidos al mundo de la vida, para obviar el idealismo «hermenéutico» que amenaza en todo momento con disolver la realidad en una rapsodia de «historias» sobre ella. El discutir las razones y motivos es ya reconocimiento mutuo y una consecuencia de la «reciprocidad» que genera la acción comunicativa: no sólo se pretende comprender otras culturas, sino que se las toma precisamente como dignas de ser contrastadas con la propia.
El primer momento de la comunicación, el de la comprensión, es de apertura a otras formas de vida; en él se basa la tolerancia y el pluralismo razonable; él constituye el reconocimiento del derecho a la diferencia. Hay que perder el miedo a comprender a otros, como si ello significara tener que estar de acuerdo con ellos. Los que así piensan son los que prefieren ignorar la opinión de los demás, excluirlos de la participación, negarles la posibilidad de tener razón. Sólo después de haber comprendido a otros se puede analizar si estamos en acuerdo o en desacuerdo con ellos. En este punto hay que advertir que este es el lugar donde se desarrolla la argumentación de los comunitaristas (2.1.).
Pero, como ya lo indicamos, es necesario superar este primer momento de la comunicación, sin minimizar su importancia. El lenguaje nos sirve para contextualizar nuestras opiniones, pero también nos sirve para defenderlas o cambiarlas con base en los mejores argumentos. Así pues, los participantes en la acción comunicativa pretenden que las proposiciones enunciadas sean verdaderas en un mundo objetivo, en el cual la acción del hombre es pragmática. Si la racionalidad se restringe a la eficacia de este tipo de acciones, se corre el peligro de comprender la acción humana en su totalidad como un gran plan estratégico, en el que se integran sistémicamente y se cosifican las personas. Por ello es necesario explicitar cómo la acción comunicativa abre también un mundo personal. Las pretensiones subjetivas expresadas en las proposiciones con sentido se orientan a la credibilidad, tanto del que las expresa como de quien reacciona a ellas. Así se va constituyendo la identidad de las personas, su autenticidad (Taylor 1994), base de toda eticidad. Se trata de un nuevo tipo de racionalidad, que compromete la acción personal a ser coherente con lo expresado, para que la persona sea reconocida como veraz, sincera y auténtica.
Por ello es necesario comprender que quienes participan en la acción comunicativa también tienen pretensiones relacionadas con contextos normativos, distintos de los objetivos, y que se validan mediante razones que se nutren en el mundo social. En efecto, las proposiciones con sentido pretenden que la acción que se describe en ellas es correcta, o que el contexto normativo en el cual se realiza dicha acción es legítimo. Esta pretensión de rectitud, referida a un mundo social, es la que posibilita que los valores y las normas se vayan generalizando. De este modo se van consolidando las instituciones y se desarrollan las diversas formas de sociedad. Los argumentos, las razones y las teorías en esta «región ontológica» del mundo social, de la solidaridad y de la reciprocidad, van constituyendo el sentido de una moral razonable. Hay que advertir que los acuerdos que se logren mediante la argumentación tienen mucho de común con los mínimos de las éticas contractualistas (2.2.).
Si el principio puente es la comunicación, ésta debe partir del uso contextualizador del lenguaje, articulado en el primer numeral, para intentar dar razones y motivos, un uso del lenguaje diferente, el cual constituye la fuerza de la argumentación. Esta debe orientarse a solucionar conflictos y a consolidar propuestas con base en acuerdos sobre mínimos que nos lleven por convicción a lo correcto, lo justo, lo equitativo. La competencia argumentadora no desdibuja el primer aspecto, el de la complejidad de las situaciones, que desde un punto de vista hermenéutico y moral son comprendidas y reconocidas como diferentes. La argumentación busca, a partir de la comprensión, llevar a acuerdos con base en las mejores razones, vinieren de donde vinieren. La actividad argumentativa en moral es en sí misma normativa, lo que indica que en moral el principio comunicativo y dialogal es fundacional (Hoyos 1993).
Este es el lugar de retomar los principios de la argumentación jurídica, propuestos por R. Alexy (1989), como lo hace J. Habermas (1985) para el proceso discursivo de desarrollo de las normas morales.
Dichos principios explicitan cómo toda persona que participa en los presupuestos comunicativos generales y necesarios del discurso argumentativo, y que sabe el significado que tiene justificar una norma de acción, tiene que aceptar implícitamente la validez del postulado de universalidad. En efecto, desde el punto de vista de lo lógico-semántico de los discursos, debe procurar que sus argumentos no sean contradictorios, que estén bien formados; desde el punto de vista del procedimiento dialogal en búsqueda de entendimiento mutuo, cada participante sólo debería afirmar aquello en lo que verdaderamente cree y de lo que por lo menos él mismo está convencido: debe ser auténtico en los procedimientos discursivos.
Y finalmente, desde el punto de vista del proceso retórico, el más importante, valen estas reglas:
a) Todo sujeto capaz de hablar y de actuar puede participar en la discusión.
b) Todos pueden cuestionar cualquier afirmación, introducir nuevos puntos de vista y manifestar sus deseos y necesidades.
c) A ningún participante puede impedírsele el uso de sus derechos reconocidos en a) y en b).
A partir de estas condiciones de toda argumentación, se ve cómo el principio de universalización es válido. Este nos puede llevar al principio moral más general: únicamente pueden aspirar a la validez aquellas normas que pudieran conseguir la aprobación de todos los participantes comprometidos en un discurso práctico (Habermas 1985).
Pensamos que este es el momento de mostrar la conveniencia, la oportunidad e inclusive la necesidad de aprender a argumentar, a dar razones y motivos en moral y ética, para superar los dogmatismos, los autoritarismos y los escepticismos que se han ido camuflando en el proceso político y en la sociedad civil, reflejo apenas de un proceso educativo poco crítico y reflexivo montado más bien en modelos de aprendizaje para la memoria.
La teoría de la acción comunicativa nos permite así diferenciar dos tipos de acción social, opuestos entre sí por naturaleza: la acción a partir del entendimiento mutuo al que conduce la comunicación, con base en el reconocimiento de la solidaridad, y la acción determinada estratégicamente, en la cual el «otro» es un medio más para obtener fines; aquí se origina la cosificación y la manipulación. Esta caracterización de ambos tipos de acción social a partir de la comunicación nos permite destacar la normatividad de la acción comunicativa con respecto a todos los demás tipos de acción humana.
Así, la acción comunicativa se constituye en «punto arquimédico» para fundamentar la moral. En efecto, la comunicación abre las posibilidades a consensos no coactivos con respecto a un mundo de objetos, a un mundo de relaciones sociales y a un mundo de intenciones personales. Quien apuesta a la comunicación cotidiana se compromete, sin excluir a nadie del diálogo, no sólo a clarificar cooperativamente el significado de lo expresado verbalmente, sino también a dar razones con respecto a lo que pretende con tales expresiones significativas.
Pero el diálogo y la comunicación pueden llegar a constituirse en principio puente único, absoluto y autosuficiente por sí mismo, y convertirse así en principio meramente formal, no muy distinto de la pura forma del imperativo categórico. La condición para que la comunicación no se formalice es su vinculación con los aspectos hermenéuticos del lenguaje y con las posibilidades de llegar a acuerdos sobre mínimos, con base en formas más ricas que las de la mera lógica formal, como son, entre otras, la retórica, la negociación, los movimientos sociales, la misma desobediencia civil, etc.
3. En consecuencia, la relación entre consenso y disenso debe ser pensada y desarrollada social y políticamente con especial cuidado. Absolutizar el consenso es privar a la moralidad de su dinámica, caer en nuevas formas de dogmatismo y autoritarismo. Absolutizar el sentido del disenso es darle la razón al escepticismo radical y al anarquismo ciego. La relación y la complementariedad de las dos posiciones pone en movimiento la argumentación moral. Todo consenso debe dejar necesariamente lugares de disenso y todo disenso debe significar posibilidad de buscar diferencias y nuevos caminos para aquellos acuerdos que se consideren necesarios.
Esta dialéctica entre consensos y disensos nos devuelve al principio, al mundo de la vida y a la sociedad civil, en la cual los consensos tienen su significado para comprender los conflictos y para buscar soluciones compartidas, y los disensos, a la vez, nos indican aquellas situaciones que requieren de nuevo tratamiento, porque señalan posiciones minoritarias, actitudes respetables de quienes estiman que deben decir «no» en circunstancias en las que cierto unanimismo puede ser inclusive perjudicial para la sociedad, en las que los mismos medios de comunicación manipulan la opinión pública porque se han convertido en cortesanos o en aduladores del César.
4. La integración que hemos pretendido hacer de estas cuatro formas de argumentación moral nos permite descubrir sus relaciones íntimas y evitar así las unilateralidades y limitaciones de cada una de ellas. De hecho, el valor fundamental de la comunicación, como ya lo advertimos, se gana a partir de la contextualización del sentido expresado en los actos de habla: esto sólo es posible en el horizonte del mundo de la vida y de la sociedad civil, constituido por la cultura de un pueblo, por sus tradiciones, por sus valores. La acción moral tiene sentido y se motiva en un contexto determinado, en búsqueda de fines específicos, en bien de una comunidad concreta y de las personas que la conforman. Por ello afirmamos que un primer momento de la argumentación moral consiste en «reconocer la verdad del comunitarismo».
Pero al reconocer dicha verdad es también necesario descubrir sus límites, los cuales se superan al asumir la función no sólo contextualizadora, sino también argumentativa del lenguaje. La posibilidad de dar razones y motivos de mis acciones me puede ayudar a superar el contexto, el grupo, la comunidad, la nación, en un horizonte más universal de la moral, el de los derechos humanos, el de los principios universales y los deberes para todos los hombres, independientemente de su credo, color, posición social, condiciones económicas, ideología, etc. Este es el espacio de la argumentación a partir de las estructuras de la acción comunicativa expuestas en 2.3. Dichos procesos argumentativos buscan consensos, acuerdos sobre mínimos, con base en una constitución, en una razón pública y en unas instituciones, ellas mismas resultados y órganos de la justicia como equidad, según las propuestas de los neocontractualistas (2.2.). Pero dado que dichos consensos también pueden ser absolutizados, negando quizá los derechos de las minorías, reduciendo la autenticidad de la persona a lo pactado en acuerdos mayoritarios, es necesario rescatar el sentido moral del disenso: la posibilidad y necesidad en algunas ocasiones de poder decir «no», de suerte que la crítica no pierda su función social primordial (Muguerza 1989, 1990). El disenso lleva a la reconstrucción de procesos comunicativos en el mundo de la vida y en la sociedad civil, procesos de política deliberativa y de democracia representativa en los que pretende justificarse el consenso.
Conclusión: para democratizar la democracia
El punto de partida de estas reflexiones fue mostrar la necesidad de desarmar en el proceso educativo al escepticismo valorativo y al dogmatismo normativo. Después de mostrar la posibilidad de la formación crítica y dialogal en valores, podemos ahora recoger algunas de las incidencias de dicha práctica pedagógica y de la argumentación ética en la sociedad civil, en especial con respecto a la política deliberativa y a la democracia representativa (Habermas 1992, Hoyos, en Motta 1995, pp. 49 ss.).
En la modernidad el derecho, las instituciones, incluído como totalidad el Estado democrático de derecho, no pueden encontrar su legitimación ni en la teología, ni en la metafísica, ni en ninguno de los metarrelatos de turno. Se busca entonces su fundamentación en un sentido deliberativo de la política y en una concepción política de la justicia que valide la legitimidad que se deposita en las diversas formas de institucionalización del poder. Dicha forma de política tiene que basarse en las estructuras de la opinión pública, la cual capta problemas globales de la sociedad y los hace conscientes en amplios sectores de la población: allí radica, en última instancia, toda esperanza normativa, la cual depende de los procesos de educación de los ciudadanos y de la formación de la opinión a partir de las estructuras comunicativas de la escuela y de la sociedad civil en general, como tejido cultural y político del mundo de la vida.
Entendemos por lo público (Habermas 1992, p. 437 ss.) algo así como un espacio social, una estructura fundamental del mundo de la vida y de la sociedad civil, tejida por relaciones comunicativas que se concentran en torno a determinados problemas y tomas de posición, lo que hace que en el espacio público se relacionen los ciudadanos del común con intelectuales y dirigentes que tienen acogida por su visión crítica de las situaciones y por su capacidad de explicarlas en un lenguaje público. Esta circunstancia hace que la opinión pública, que se va conformando en torno a determinados problemas, pueda ser manipulada por los medios, pero también pueda ser orientada y fortalecida por ellos, si a la vez el público mismo, gracias a una educación para la mayoría de edad, se comporta políticamente de acuerdo con dicha formación.
De esta forma el influjo (Habermas 1992, p. 439) que se ejerce en el público es ambivalente: por convicción o por manipulación. El público es un potencial político en relación no sólo con procesos electorales, sino más ampliamente con respecto al ejercicio de la democracia en los diversos niveles de participación ciudadana, en la toma de decisiones en las corporaciones públicas, en los organismos de gobierno y en los aparatos judiciales. Este potencial reforzado por los medios se convierte en poder político cuando es liderado por personas o colectivos con autoridad reconocida públicamente. Pero el influjo sólo se gana si hay comunicación efectiva, no sólo publicitaria sino rica en contenidos y análisis, entre la gente cada vez mejor formada, y quienes pretenden orientar a la opinión pública. El público debe ser convencido de la importancia de los temas que suscitan interés mediante una comunicación comprensible capaz de motivar el compromiso de las mayorías: un público crítico, bien formado, es sensible y sabrá detectar pronto la veracidad de sus dirigentes, su compromiso con la comunidad y sus capacidades políticas.
Esto nos lleva a insistir en el sentido que se da hoy al término «sociedad civil» (Habermas 1992, p. 443 ss.; Walzer 1994), heredado de una tradición ilustrada, para la cual lo público en la modernidad significaba un espacio creado por los particulares al congregarse en organizaciones de toda índole o en torno a asuntos colectivos. Su núcleo institucional está formado hoy por todo tipo de asociaciones, que surgen de manera voluntaria e intensifican las estructuras comunicativas de lo público en los tejidos sociales del mundo de la vida: allí se detectan los problemas que tienen resonancia en ámbitos parciales de la sociedad, que les dan relevancia política y los expresan en la opinión pública. Es una reserva de opiniones y participantes que proceden de la esfera privada pero se potencian frente a intereses generales y, a través de ellos, influyen en los mismos medios de comunicación y en la esfera política.
Una característica fundamental de la sociedad civil es su conformación prioritariamente pluralista: familias, grupos informales, diversos estilos y tradiciones de vida, organizaciones de diversa índole, instituciones culturales, juntas de acción comunal, todos comprometidos con una forma de vida social más solidaria, más respetuosa de la autonomía y más propicia para el desarrollo auténtico de los diversos grupos sociales, respetando la heterogeneidad y la diferencia. La sociedad civil así entendida es el mejor medio para proponerse el pluralismo razonable. Son estos derechos fundamentales los que fortalecen las estructuras comunicativas de la sociedad civil, las cuales garantizan una verdadera democracia participativa. Ya Hanna Arendt, en 1955, daba una interpretación del totalitarismo como negación de la comunicación: «(El Estado totalitario) destruye por un lado todas aquellas relaciones interpersonales que quedan después de la abolición de la esfera pública-política, y por otro lado coacciona para que quienes quedan totalmente abandonados y aislados unos de otros sean de nuevo asignados para acciones políticas (aunque naturalmente no para un auténtico actuar político)». (Citado por Habermas 1992, p. 446).
Esta relación entre sociedad civil y política debe ser desarrollada con mucho tino. La soberanía del pueblo, ejercida comunicativamente, no puede confiar sólo en la vanguardia de los movimientos de protesta; es necesario que dicho poder comunicativo de la sociedad civil se articule en las formas de la democracia participativa para influir en los partidos, en los órganos de decisión y en el gobierno mismo. Pero esto tampoco significa que la sociedad civil deba silenciarse siempre. El caso extremo es el de la desobediencia civil (Habermas 1992, p. 458 ss.), que ciertamente exige un fuerte grado de legitimidad «moral» y de explicación pública. Estos actos de violación simbólica de la ley establecida son la expresión de protesta contra decisiones que según los desobedientes, así sean legales, no responden a los principios en los que se basa el orden social. Tales protestas, asumidas en actitud ética, se dirigen a los que gobiernan para que revisen la legislación y, al mismo tiempo, apelan al sentido de justicia de la gente. En esta interpretación de la desobediencia civil se manifiesta claramente la conciencia de la sociedad civil de su poder para presionar al sistema político, de suerte que tenga en cuenta las situaciones conflictivas y las solucione de acuerdo con los principios fundamentales de la constitución política y de la moral.
En esta reconstrucción de las relaciones dinámicas entre sociedad civil y opinión pública se manifiesta el sentido genético de los derechos fundamentales y de los principios del Estado de derecho: en ellos se expresa y articula el sentido performativo (participativo) de autoconstitución de una sociedad de personas libres e iguales en procesos de cooperación social. Ciertamente dichos procesos son de naturaleza política y están regulados por un derecho positivo y por leyes determinadas. El sistema político se mueve entre principios de efectividad y de legitimidad, ya que por un lado debe garantizar el buen funcionamiento de la sociedad y, por otro, corresponder a las expectativas de los ciudadanos, que de todas formas van más allá de las condiciones necesarias para el desarrollo material del mundo de la vida y reclaman condiciones y acciones para su fortalecimiento simbólico, cultural y moral.
Esto significa que la legitimidad remite en última instancia a la pregunta por los principios éticos de una sociedad, tal como se manifiestan en situaciones de normalidad y en casos extremos de desobediencia civil, en los cuales se lucha por la substancia ética de la sociedad civil. Esta se articula hoy como solidaridad social, y las fuerzas de dicha solidaridad sólo se pueden regenerar y recrear hoy en las diversas formas comunicativas de reconocimiento mutuo, de interrelación y de prácticas de autodeterminación social.
¿Pero qué es lo que da sentido en último término a estos procesos de cooperación social: los principios morales o los sentimientos de conveniencia, ocultos en términos prestados de la moral, la solidaridad y la reciprocidad? Quizá una fenomenología de los sentimientos morales menos pretenciosa que la del funcionario de la humanidad, más modesta, podría mostrar que un interés de no ser instrumentalizado corresponde a un sentimiento más noble, quizá más fuerte de no instrumentalizar (objetivar, alienar) a otros, lo que haría más estable la democracia participativa, ojalá para bien de la mayoría. ¿Una mera esperanza normativa? ¿Pero nos es permitido aspirar a más que a lo que nosotros mismos podamos inculcar a nuestros descendientes en los procesos de formación? De todas formas una educación comprensiva, reflexiva y dialogal en valores, prepara mejor no sólo por sus contenidos sino sobre todo por sus procedimientos comunicativos para una sociedad civil que aspira a ir superando el autoritarismo, la intolerancia y la frivolidad, gracias a un mayor compromiso y a más pluralismo en la participación política y en las realizaciones de una democracia, cuya eticidad signifique más justicia, más equidad y mayor solidaridad.
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jueves, 8 de julio de 2010

Immanuel Kant, Fundamentacion de la metafísica de las costrumbres

Capítulo I

Tránsito del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el Juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son, sin duda, en muchos respectos, buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción; sin contar con que un espectador razonable e imparcial, al contemplar las ininterrumpidas bienandanzas de un ser que no ostenta el menor rasgo de una voluntad pura y buena, no podrá nunca tener satisfacción, y así parece constituir la buena voluntad la indispensable condición que nos hace dignos de ser felices.

Algunas cualidades son incluso favorables a esa buena voluntad y pueden facilitar muy mucho su obra; pero, sin embargo, no tienen un valor interno absoluto, sino que siempre presuponen una buena voluntad que restringe la alta apreciación que solemos -con razón, por lo demás- tributarles y no nos permite considerarlas como absolutamente buenas. La mesura en las afecciones y pasiones, el dominio de sí mismo, la reflexión sobria, no son buenas solamente en muchos respectos, sino que hasta parecen constituir una parte del valor interior de la persona; sin embargo, están muy lejos de poder ser definidas como buenas sin restricción -aunque los antiguos las hayan apreciado así en absoluto-. Pues sin los principios de una buena voluntad, pueden llegar a ser harto malas; y la sangre fría de un malvado, no sólo lo hace mucho más peligroso, sino mucho más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin eso pudiera ser considerado.

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad -no desde luego como un mero deseo, sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder-, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo poseo su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor. Serían, por decirlo así, como la montura, para poderla tener más a la mano en el comercio vulgar o llamar la atención de los poco versados-, que los peritos no necesitan de tales reclamos para determinar su valor.

Sin embargo, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin que entre en consideración ningún provecho al apreciarla, hay algo tan extraño que, prescindiendo de la conformidad en que la razón vulgar misma está con ella, tiene que surgir la sospecha de que acaso el fundamento de todo esto sea meramente una sublime fantasía y que quizá hayamos entendido falsamente el propósito de la naturaleza, al darle a nuestra voluntad la razón como directora. Por lo cual vamos a examinar esa idea desde este punto de vista.

Admitimos como principio que en las disposiciones naturales de un ser organizado, esto es, arreglado con finalidad para la vida, no se encuentra un instrumento, dispuesto para un fin, que no sea el más propio y adecuado para ese fin. Ahora bien; si en un ser que tiene razón y una voluntad, fuera el fin propio de la naturaleza su conservación, su bienandanza, en una palabra, su felicidad, la naturaleza habría tomado muy mal sus disposiciones al elegir la razón de la criatura para encargarla de realizar aquel su propósito. Pues todas las acciones que en tal sentido tiene que realizar la criatura y la regla toda de su conducta se las habría prescrito con mucha mayor exactitud el instinto; y éste hubiera podido conseguir aquel fin con mucha mayor seguridad que la razón puede nunca alcanzar. Y si había que gratificar a la venturosa criatura además con la razón, ésta no tenía que haberle servido sino para hacer consideraciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para admirarla, regocijarse por ella y dar las gracias a la causa bienhechora que así la hizo, mas no para someter su facultad de desear a esa débil y engañosa dirección, echando así por tierra el propósito de la naturaleza; en una palabra, la naturaleza habría impedido que la razón se volviese hacia el uso práctico y tuviese el descomedimiento de meditar ella misma, con sus endebles conocimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios a ésta conducentes; la naturaleza habría recobrado para sí, no sólo la elección de los fines, sino también de los medios mismos, y con sabia precaución hubiéralos ambos entregado al mero instinto.

En realidad, encontramos que cuanto más se preocupa una razón cultivada del propósito de gozar la vida y alcanzar la felicidad, tanto más el hombre se aleja de la verdadera satisfacción; por lo cual muchos, y precisamente los más experinientados en el uso de la razón, acaban por sentir -sean lo bastante sinceros para confesarlo - cierto grado de misología u odio a la razón, porque, computando todas las ventajas que sacan, no digo ya de la invención de las artes todas del lujo vulgar, sino incluso de las ciencias -que al fin y al cabo aparécenles como un lujo del entendimiento-, encuentran, sin embargo, que se han echado encima más penas y dolores que felicidad hayan podido ganar, y más bien envidian que desprecian al hombre vulgar, que está más propicio a la dirección del mero instinto natural y no consiente a su razón que ejerza gran influencia en su hacer y omitir. Y hasta aquí hay que confesar que el juicio de los que rebajan mucho y hasta declaran inferiores a cero los rimbombantes encomios de los grandes provechos que la razón nos ha de proporcionar para el negocio de la felicidad y satisfacción en la vida, no es un juicio de hombres entristecidos o desagradecidos a las bondades del gobierno del universo; que en esos tales juicios está implícita la idea de otro y mucho más digno propósito y fin de la existencia, para el cual, no para la felicidad, está destinada propiamente la razón; y ante ese fin, como suprema condición, deben inclinarse casi todos los peculiares fines del hombre.

Pues como la razón no es bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad, en lo que se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras necesidades -que en parte la razón misma multiplica-, a cuyo fin nos hubiera conducido mucho mejor un instinto natural ingénito; como, sin embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica, es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad, resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir una voluntad buena, no en tal o cual respecto, como medio, sino buena en sí misma, cosa para lo cual era la razón necesaria absolutamente, si es así que la naturaleza en la distribución de las disposiciones ha procedido por doquiera con un sentido de finalidad.

Esta voluntad no ha de ser todo el bien, ni el único bien; pero ha de ser el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluso el deseo de felicidad, en cuyo caso se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero e incondicionado, restringe en muchos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo fin, siempre condicionado, a saber: la felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico supremo en la fundación de una voluntad buena, no puede sentir en el cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción de especie peculiar, a saber, la que nace de la realización de un fin que sólo la razón determina, aunque ello tenga que ir unido a algún quebranto para los fines de la inclinación.

Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejaré a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto; en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es, desde luego, conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; mas no es posible admitir además que el comerciante tenga una inclinación inmediata hacia los compradores, de suerte que por amor a ellos, por decirlo así, no haga diferencias a ninguno en el precio. Así, pues, la acción no ha sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino simplemente con una intención egoísta.

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber. En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo más indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida, sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral.

Ser benéfico en cuanto se puede es un deber; pero, además, hay muchas almas tan llenas de conmiseración, que encuentran un placer íntimo en distribuir la alegría en tomo suyo, sin que a ello les impulse ningún movimiento de vanidad o de provecho propio, y que pueden regocijarse del contento de los demás, en cuanto que es su obra. Pero yo sostengo que, en tal caso, semejantes actos, por muy conformes que sean al deber, por muy dignos de amor que sean, no tienen, sin embargo, un valor moral verdadero y corren parejas con otras inclinaciones; por ejemplo, con el afán de honras, el cual, cuando, por fortuna, se refiere a cosas que son en realidad de general provecho, conformes al deber y, por tanto, honrosas, merece alabanzas y estímulos, pero no estimación; pues le falta a la máxima contenido moral, esto es, que las tales acciones sean hechas, no por inclinación, sino por deber.

Pero supongamos que el ánimo de ese filántropo está envuelto en las nubes de un propio dolor, que apaga en él toda conmiseración por la suerte del prójimo; supongamos, además, que le queda todavía con qué hacer el bien a otros miserables, aunque la miseria ajena no lo conmueve, porque lo basta la suya para ocuparle; si entonces, cuando ninguna inclinación le empuja a ello, sabe desasirse de esa mortal insensibilidad y realiza la acción benéfica sin inclinación alguna, sólo por deber, entonces, y sólo entonces, posee esta acción su verdadero valor moral. Pero hay más aún: un hombre a quien la naturaleza haya puesto en el corazón poca simpatía; un hombre que, siendo, por lo demás, honrado, fuese de temperamento frío e indiferente a los dolores ajenos, acaso porque él mismo acepta los suyos con el don peculiar de la paciencia y fuerza de resistencia, y supone estas mismas cualidades, o hasta las exige, igualmente en los demás; un hombre como éste -que no sería de seguro el peor producto de la naturaleza-, desprovisto de cuanto es necesario para ser un filántropo, ¿no encontraría, sin embargo, en sí mismo cierto germen capaz de darle un valor mucho más alto que el que pueda derivarse de un temperamento bueno? ¡Es claro que sí! Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.

Asegurar la felicidad propia es un deber -al menos indirecto-; pues el que no está contento con su estado, el que se ve apremiado por muchos cuidados, sin tener satisfechas sus necesidades, pudiera fácilmente ser víctima de la tentación de infringir sus deberes. Pero, aun sin referirnos aquí al deber, ya tienen los hombres todos por sí mismos una poderosísima e íntima inclinación hacia la felicidad, porque justamente en esta idea se reúnen en suma total todas las inclinaciones. Pero el precepto de la felicidad está las más veces constituido de tal suerte que perjudica grandemente a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no puede hacerse un concepto seguro y determinado de esa suma de la satisfacción de todas ellas, bajo el nombre de felicidad; por lo cual no es de admirar que una inclinación única, bien determinada en cuanto a lo que ordena y al tiempo en que cabe satisfacerla, pueda vencer una idea tan vacilante, y algunos hombres -por ejemplo, uno que sufra de la gota- puedan preferir saborear lo que les agrada y sufrir lo que sea preciso, porque, según su apreciación, no van a perder el goce del momento presente por atenerse a las esperanzas, acaso infundadas, de una felicidad que debe hallarse en la salud. Pero aun en este caso, aunque la universal tendencia a la felicidad, no determine su voluntad, aunque la salud no entre para él tan necesariamente en los términos de su apreciación, queda, sin embargo, aquí, como en todos los demás casos, una ley, a saber: la de procurar cada cual su propia felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta un verdadero valor moral.

Así hay que entender, sin duda alguna, los pasajes de la Escritura en donde se ordena que amemos al prójimo, incluso al enemigo. En efecto, el amor, como inclinación, no puede ser mandado; pero hacer el bien por deber, aun cuando ninguna inclinación empuje a ello y hasta se oponga una aversión natural e invencible, es amor práctico y no patológico, amor que tiene su asiento en la voluntad y no en una tendencia de la sensación, que se funda en principios de la acción y no en tierna compasión, y éste es el único que puede ser ordenado.

La segunda proposición es ésta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde, pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en la relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción, pues la voluntad, puesta entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es material, se encuentra, por decirlo así, en una encrucijada, y como ha de ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que todo principio material le ha sido sustraído.

La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. Por el objeto, como efecto de la acción que me propongo realizar, puedo, sí, tener inclinación, mas nunca respeto, justamente porque es un efecto y no una actividad de unía voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, ora sea mía, ora sea de cualquier otro, no puedo tener respeto: a lo sumo, puedo, en el primer caso, aprobarla y, en el segundo, a veces incluso amarla, es decir, considerarla como favorable a mi propio provecho. Pero objeto del respeto, y por ende mandato, sólo puede serlo aquello que se relacione con mi voluntad como simple fundamento y nunca como efecto, aquello que no esté al servicio de mi inclinación, sino que la domine, al menos la descarte por completo en el cómputo de la elección, esto es, la simple ley en sí misma. Una acción realizada por deber tiene, empero, que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente, el respeto puro a esa ley práctica, y, por tanto, la máxima2 de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones.

Así, pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado, pues todos esos efectos -el agrado del estado propio, o incluso el fomento de la felicidad ajena -pudieron realizarse por medio de otras causas, y no hacía falta para ello la voluntad de un ser racional, que es lo único en donde puede, sin embargo, encontrarse el bien supremo y absoluto. Por tanto, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí misma -la cual desde luego no se encuentra más que en el ser racional-, en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley, y que no es lícito esperar de ningún efecto de la acción3.

Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general -que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones- la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres en sus juicios prácticos, y el principio citado no se aparta nunca de sus ojos.
Los Estoicos: De la libertad, en el acontecer tranquilo.

Gilles Deleuze

http://deleuzefilosofia.blogspot.com/2007/07/los-estoicos-de-la-libertad-en-el.html

Lo que hay en los cuerpos, en la profundidad de los cuerpos, son mezclas: un cuerpo penetra a otro y coexiste con él en todas sus partes, como una gota de vino en el mar o el fuego en el hierro.
Un cuerpo se retira de otro, como el líquido de un vaso. Las mezclas en general determinan estados de cosas cuantitativos y cualitativos: las dimensiones de un conjunto, o el rojo del hierro, lo verde de un árbol. Pero lo que queremos decir mediante «crecer», «disminuir», «enrojecer», «verdear», «cortar», «ser cortado», etc., es de una clase completamente diferente: no son en absoluto estados de cosas o mezclas en el fondo de los cuerpos, sino acontecimientos incorporales en la superficie, que son resultado de estas mezclas. El árbol verdea… El genio de una filosofía se mide en primer lugar por las nuevas distribuciones que impone a los seres y a los conceptos. Los estoicos están trazando, haciendo pasar una frontera allí donde nunca se había visto ninguna: en este sentido, desplazan toda reflexión.
Los estoicos proclamaron que se puede alcanzar la libertad y la tranquilidad dedicándose a una vida guiada por los principios de la razón y la virtud (tal es la idea de ataraxia; tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación con el alma, la razón y los sentimientos).
Los estoicos, a su vez, distinguían dos clases de cosas:
1) Los cuerpos, con sus tensiones, sus cualidades, sus relaciones, sus acciones y pasiones, y los «estados de cosas» correspondientes. Estos estados de cosas, acciones y pasiones, están determinados por las mezclas entre cuerpos. En el límite, hay una unidad de todos los cuerpos en función de un Fuego primordial en el que se reabsorben y a partir del cual se desarrollan según su tensión respectiva
El tiempo único de los cuerpos o estados de cosas es el presente
No hay causas y efectos en los cuerpos: todos los cuerpos son causas, causas unos en relación con los otros, unos para otros. La unidad de las causas entre sí se llama Destino, en la extensión del presente cósmico.
2) Todos los cuerpos son causas unos para otros, los unos en relación con los otros, pero ¿de qué? Son causas de ciertas cosas, de una naturaleza completamente diferente.
Estos efectos no son cuerpos, sino «incorporales» estrictamente hablando. No son cualidades y propiedades físicas, sino atributos.
No son cosas o estados de cosas, sino acontecimientos. No se puede decir que existan, sino más bien que subsisten o insisten, con ese mínimo de ser que convienen a lo que no es una cosa, entidad inexistente. No son sustantivos ni adjetivos, sino verbos
No son presentes vivos, sino infinitivos: Aión ilimitado, devenir que se divide hasta el infinito en pasado y futuro, esquivando siempre el presente.

Émile Bréhier ( 1876, Bar-le-Duc - 1952, Paris) dice en su bella reconstrucción del pensamiento estoico (La Théorie des incorporels dans l’ancien stoïcisme, Vrin, 1928) : «Cuando el escalpelo corta la carne, el primer cuerpo produce sobre el segundo no una propiedad nueva, sino un nuevo atributo, el de ser cortado, expresado siempre por un verbo, lo que quiere decir que no es un ser, sino una manera de ser... Esta manera de ser se encuentra en algún modo en el límite, en la superficie del ser y no puede cambiar la naturaleza de éste: no es, a decir verdad, ni activa ni pasiva, ya que la pasividad supondría una naturaleza corporal que sufre una acción. Es pura y simplemente un resultado, un efecto que no puede clasificarse entre los seres... (Los estoicos distinguen) radicalmente, y nadie lo había hecho antes que ellos, dos planos de ser: por una parte el ser profundo y real, la fuerza; y por otra, el plano de los hechos, que se juegan en la superficie del ser, y que constituyen una multiplicidad sin fin de seres incorporales.»
Asumiendo una concepción materialista de la naturaleza, los Estoicos siguieron a Heráclito (vivió hacia comienzos del siglo V a.C; 544 adC - 484 adC en griego Ἡράκλειτος ὁ Ἐφέσιος Herákleitos ho Ephésios, era natural de Éfeso, ciudad de la Jonia, en la costa occidental del Asia Menor) en la creencia de que la sustancia primera se halla en el fuego y en la veneración del logos, que identifican con la energía, la ley, la razón y la providencia encontradas en la naturaleza. La razón de los hombres se considera también parte integrante del logos divino e inmortal. La doctrina estoica considera esencial cada persona como parte de Dios y miembro de una familia universal
Los estoicos han descubierto los efectos de superficie. Los simulacros dejan de ser estos rebeldes subterráneos, hacen valer sus efectos
El devenir-ilimitado se vuelve el acontecimiento mismo, ideal, incorporal, con todos los trastocamientos que le son propios, del futuro y el pasado, de lo activo y lo pasivo, de la causa y el efecto. El futuro y el pasado, el más y el menos, lo excesivo y lo insuficiente, el ya y el aún-no: pues el acontecimiento infinitamente divisible es siempre los dos a la vez, eternamente lo que acaba de pasar y lo que va a pasar pero nunca lo que pasa (cortar demasiado profundamente y no lo suficiente). Lo activo y lo pasivo: pues el acontecimiento, al ser impasible, los cambia tanto más cuanto que no es no lo uno ni lo otro, sino su resultado común (cortar-ser-cortado). La causa y el efecto: pues los acontecimientos, al no ser sino efectos, pueden, los unos con los otros, entrar mucho mejor en funciones de casi-causas o en relaciones de casi-causalidad siempre reversibles (la herida y la cicatriz).
Joe Bousquet «Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla.»

En el campo de la física retornaron a la filosofía de Heráclito: todo está sometido al cambio, al movimiento.
En el campo de la ética: Defendieron vivir de acuerdo con la naturaleza, aceptando el orden de las cosas. No hay un Dios fuera de la naturaleza o el Mundo (panteísmo). Además el sabio estoico será imperturbable ante el destino y la desgracia y dominar las pasiones. Este es el camino a la felicidad.
Según los estoicos, nada hay bueno sino la virtud, nada malo sino el vicio. La virtud es la felicidad, el vicio, la desdicha. La virtud es sabiduría, el vicio, insensatez. El sabio o virtuoso, que para ellos significa lo mismo, es feliz, sean cuales fueren sus aparentes infortunios, continuará dichoso: su ventura es imperturbable; nada pueden contra ella los hombres; la conciencia es un cielo. Verdad es que a más de la virtud y el vicio hay en el mundo otras cosas que parecen buenas o malas; mas los estoicos, temerosos de contaminarse, no les daban estos nombres, sino el de preferibles o posponibles; los de bien y de mal los reservaban a la virtud y al vicio.
Lo único que puede ser verdaderamente bueno es la buena voluntad.... pero ésta es indemostrable, aunque se suele sentir.Por otro lado, la buena voluntad nunca se apropia de sus victorias, lo cual es imprescindible para que sus victorias perduren
Los estoicos sostenían que en toda proposición pueden distinguirse tres elementos: la palabra o significante, la cosa significada y el significado. Las palabras y las cosas son materiales, el significado, por el contrario, es inmaterial y actúa como nexo de unión entre los otros dos elementos. La verdad y la falsedad sólo pueden atribuirse al significado. Las diversas posibilidades de conexión entre proposiciones constituyen las condiciones formales de la verdad lógica.